No
avanza. Espero y nada. Me siento enlatada, una conserva en envase amarillo,
pintoresco. Me relajo, estaré así hasta que se destrabe, y con esta inesperada
nevada viene para largo. Hay una incontable fila de autos, juntos, casi pegados
como un rompecabezas de cientos de piezas.
El
conductor habla con su esposa, escucho la conversación. Ella lo reta, no se
llevó el abrigo con esta tormenta, le pide que vuelva. Él le contesta tranquilo
mientras chupa la bombilla de su segunda gaseosa en vaso de plástico. Me
molesta ese ruido de final pero me callo. A él no parece importarle nuestra
presencia, quizá está seguro de que no entendemos nada de su idioma, quizás ya
está acostumbrado en esta vida encerrada. Total no nos volverá a ver.
¿Y
si no existimos? El tiempo está detenido en esta larga cola, como si se hubiese
esfumado. Ha desaparecido y quizás nosotros también. Por ahora resta esperar la
llegada a la ciudad desconocida, dejar pasar las horas inútiles. El destino
está cerca, lo sé, pero se me hace muy lejano. La ilusión del viaje casi se
esfuma con el tiempo escurridizo, se olvida, se aburre, está en pausa.
Miro
el vidrio cubierto de gotas escarchadas, suspiro. Saco una foto para que ese
momento cobre vida eterna. Me detengo junto con las horas mientras espero el
instante en que pondré play.
Bitácora de viaje: Nueva York
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