domingo, 14 de diciembre de 2014

SOBRE SITUACIÓN PARA ATIZAR EL SILENCIO

Escuchá el ritmo
escuchá el ritmo del canto que te sigue
un vals suave
un rock intenso
un tango melancólico
percibe cada nota
estridente o dulce.

Buscalo bien adentro
donde nadie más lo siente
apagá los sonidos
que te rodean
dejá de correr
el afuera
salí de los caminos que no son
tuyos
y cerrá
la puerta con llave.

Regá tus flores azules, verdes y naranjas
encendé tu canto propio
encontrá el ritmo en tus caminos
rectos
              o sinuosos
contemplá el follaje que se agita
con el viento que provocás
hacé que salgan pájaros
entonando tu melodía.

Buscá el nido
el huevo escondido
atesoralo en el calor de tu centro.

Encendé la hoguera
quemá lo exterior
                        lo que te ciega
dejalo arder
todo.                Dejalo arder.

El blanco huevo
se quebrará.

Ya no habrá silencio más
que donde vos lo busques.
Sentate
gozalo
crealo
escuchalo.

Y buscá siempre el huevo
el nido
cuando necesites volver
a ser.



sábado, 25 de octubre de 2014

AMAMANTAR


                                                                                                  (...) se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
                                                                                                   se derriten, se sueldan, se calcinan,
                                                                                                   se desgarran, se muerden, se asesinan,
                                                                                                   resucitan, se buscan, se refriegan,
                                                                                                   se rehuyen, se evaden y se entregan.
                                                                                                                                             12,  Oliverio Girondo

Me gritás, me buscás, me llorás,
me deseás, me mirás,  me agarrás,
me insistís, me atrapás, me chupás, me fundís,
me exprimís, me transformás, me soltás,
te saciás, te desprendés, te sonreís, te acurrucás,
te calentás, te relajás y te dormís.

Ama de tu pecho, mama tu mirada,
manta complaciente, mamá tibia
amamanta


jueves, 14 de agosto de 2014

ESCENA FINAL I - Segunda y última parte

La bocina es muy fuerte, despierta al mayor de los dormilones. Miro el tren que llega y se va para el otro lado. El mío no viene. No hay apuro, hoy el tiempo está encerrado y así debe ser. Observo nuevamente el pasillo angosto, viejo y nostálgico. Una madre que sostiene con fuerza a su hijo, camina entre el reflejo platinado. Miro el reloj grande colgado, con el tiempo muerto, mientras empieza una nueva canción.
Hay una luz que está dentro de ti, adonde están los sueños que van a venir. Me habría gustado haber cumplido por lo menos un sueño, estar disfrutando un logro de todos los que me propuse alguna vez. Nunca dejes de soñar, hay una luz que no se ve, brilla desde dentro, desde la niñez. Una imagen de cuando era chica: el día que en la escuela nos proyectaron la película el Mago de Hoz. Ese rato fui tan feliz. Me zambullí en la pantalla. Yo era Dorothy caminando por el arco iris. Nunca me olvidé de esa película. Me aprendí la canción de memoria: Somewhere over the rainbow, skies are blue, todavía recuerdo parte de la letra. Continuaba hablando de los sueños, de que si uno se arriesga se hacen realidad. ¿Existirán aún los míos? Seguro que sí, escondidos, arrumbados, añejos. Aunque vivos. Quiero volver a ser Dorothy recorriendo el camino de siete colores. Me dieron ganas de ver la película otra vez. Quizás me busque otros, más maduros, fortalecidos por las derrotas que me vuelven a levantar, más realistas o más humildes, pero que me hagan sentir viva y no un ser que simplemente existe, que sobrevive. 
Me empujan. La vi llegar pero no la vi. Ahora que se sentó casi pegada a mí, no me quedó otra que incorporarla. Mirá que el banco es largo. Dos veces seguidas consulta el reloj. Si pudiera, seguro correría las agujas. ¿Acaso soy yo? Mira el camino vacío, sin tren. Elegante, con tacos altos y cartera haciendo juego. Debe ir a trabajar, a una reunión, a cerrar un negocio. Se mueve inquieta y por un segundo me inquieta a mí. Recordé que hoy dejé el tiempo en el cajón, cerrado con llave, el reloj en la mesa de luz. No soy yo, qué alivio siento. Ella está perseguida por las horas, atrapada, encerrada en el tiempo que la envuelve como un espiral y la chupa. La veo como un reflejo de mi pasado inmediato, unos días atrás, ayer, hace unas horas nomás. Se levanta y se aleja hasta la línea amarilla. ¡Gracias a Dios! Vuelvo a sentir el silencio, observar la luz pálida, el camino largo hasta la entrada. Su insistencia vuelve a acaparar mi atención. Ya conté siete veces que pasó frente a mí caminando de un lado a otro. Me marea, me desconcentra. Pobre, todavía no entendió que ella no es la que domina al tiempo. Quizás su apariencia me engañe y esté apurada porque algún familiar tuvo un accidente, o la llamaron de la escuela porque su hijo volaba de fiebre. Pero mi pálpito dice que no es así. Mirá todo lo que se pierde: contemplar la estación tan bella, poder ganarle al tiempo disfrutándolo, observar el día que se esmera por llamar la atención. Ahora se apresura a pararse en la línea amarilla. Viene el tren. Seguro va a ser la primera en subir, antes de que los pasajeros bajen. Siempre me molestó que lo hicieran, aunque reconozco haberlo hecho miles de veces. Había que ganarle al tiempo.
Antes de subir, miro la estación para despedirla. Está tan linda hoy.
Un remolino de viento me azota la cara. Siento los vagones casi rozándome. El tren se está yendo. Qué loco. Yo sigo en el andén, no entiendo muy bien por qué. Por un segundo pensé en qué hora sería, pero ahora me acuerdo que ni la hora ni el tiempo hoy importan. Lo que cuenta es que me animé, me atreví. Váyanse todos a la mierda, prefiero prostituirme a seguir así. Qué liviana me siento después de esto. Siempre voy detrás de lo que siento, cada tanto muero y aquí estoy…, me anima la canción. Por un tiempo no habrá horarios que me corran, jefes que me maltraten, compañeros que hablen por atrás. No veré más la maldita pila de papeles que nunca baja, la oficina húmeda y oscura como un sótano. Ya no dejaré que el tiempo me pase por arriba, trabajando sin cesar, alienada, encerrada en esa cárcel que me deja con el cuerpo exhausto y las horas consumidas, anhelando tristemente encerrarme en ese cuadrado minúsculo, ese departamento con una sola ventana con vista a un hueco oscuro, que me deja la billetera vacía cuando pago el alquiler. 
No voy a volver al pueblo derrotada, tampoco lo hice la otra vez. Quizás acepte la invitación de la tía y por un tiempo me vaya a vivir con ella. Debe ser bueno dejar que te ayuden. Siempre hay una puerta sin llave. Quiero recuperar las ilusiones que nunca pude sacar de la valija, las esperanzas de ser lo que una vez me atreví a soñar. No sé qué haré mañana, ni cómo me las voy a arreglar.
Ahora no me importa.
Pronto vendrá otro tren.


lunes, 11 de agosto de 2014

ESCENA FINAL I - Primera parte


…Y yo camino por la cuerda floja hasta el límite de mi sueño. Las vísceras, torturadas por la voluptuosidad, me guían, furia de los impulsos. Antes de organizarme tengo que desorganizarme del todo. Para experimentar el primer y pasajero estado primario de libertad. De la libertad de errar, caer y levantarme.
Agua Viva, Clarice Lispector

I

Pocas veces puedo viajar sin el reloj persiguiéndome como un animal hambriento, con el tiempo dormido, sin destinos que ansían mi llegada, sin problemas que me tensionan el cuerpo y usurpan la mente.
La estación está casi vacía. Si no me equivoco, ésta debe ser la primera o segunda vez que puedo sentarme en el banco. Aunque tengo lugar de sobra, apoyo el bolso sobre mis piernas. Busco el mp3 y lo enciendo. Ahora a esperar el tren.
Debe estar un poco atrasado. Estoy casi en una punta, por lo que veo toda la estación: el pasillo largo, el techo gris, las hileras de luces blancas, los rayos de luz que se filtran entre las ramas frondosas de los árboles de la plaza contigua. El sol veraniego típico de las diez, ilumina con destellos el andén, que como un camino bordea la vía. Un señor parado con traje, corbata y maletín. Un adolescente apoyado contra el muro que divide este lugar del bullicio de la avenida. Desde el fondo se acerca una joven, me resulta graciosa moviéndose al ritmo de alguna canción que sólo ella sabe cuál es.  Dentro de mis oídos empieza a sonar la música que yo elegí.
Este paisaje que parece pintorescamente armado, me transporta. ¿Dónde estoy? ¿en una película? Siento que huyo del cuerpo, desdoblada. Me veo con la espalda erguida y las piernas juntitas sentada en el banco alargado y gris, sosteniendo con las dos manos el bolso blanco, esperando el tren que viajará quién sabe a dónde ni por qué; la luz esfumada, el silencio de pájaros cantores, la música de fondo. Una Penélope quizás. ¿Dónde estoy? ¿en la escena final? Sigo contemplando y me dejo llevar.
Recuerdo esa vida feliz que tuve, cuando todo era perfecto, como el universo: infinito, mágico, inmenso. O por lo menos así lo creía. Tenía alguien que me amaba, sueños a punto de estrenar, un futuro hermoso que pronto llegaría. Duró poco. Aquella vez dije que no habría lágrimas, me repetí como una lección, que no habría angustia. Pensar que estuve también en esta estación, sentada, sosteniendo el bolso blanco. Aquella vez no pude disfrutarla. La tristeza, silenciosa, maliciosa, recitaba lo que había sido y lo que ya no sería.
Pasa la vida y el tiempo no se queda quieto, llevo el silencio y el frío con la soledad. La música metida en mis oídos me acompaña.
Nadie me despidió porque a nadie ya le importaba que me fuera. Quería salir de ese lugar al que nunca volvería, para luego subir al micro y regresar. Allí sí me esperaban, así me había dicho mi madre al teléfono llorando emocionada. Pero yo estaba triste como esta canción: Se fueron los aplausos y algunos recuerdos, el eco de la gloria duerme en un placard. Tenía la mirada ausente, escondida, la soberbia perdida en la valija, el orgullo pisoteado por la vida. No quería llorar y me di cuenta de que no quería volver, asumir la derrota, no deseaba perder mis sueños. Sabía que era la única puerta que tenía abierta para vivir sin pasar hambre, sin sobresaltos, sin tener miedo, aburrida, sin adrenalina, sin sueños. Volver a empezar, volver a intentar.
Finalmente no tomé ese tren.
Siempre fui testaruda.

domingo, 3 de agosto de 2014

DEVENIR LOBO


                                                                                    A través de los años, esa lívida
                                                                                   mujereidad enroscándose, bizca,
                                                                                   en laberintos de maquillaje, el velador de los aduares
                                                                                   incendiaba al volcarse la arena, vacilar
                                                                                                          
                                                                                   en un trazo que sutil cubriese
                                                                                   las hendiduras del revoque
                                                                                   y, más abajo, ligas, lilas, (…)            
Devenir Marta, Néstor Perlongher
El pecho
quemaba.
Se arrancó la ropa
del cuerpo erguido.
Bello tupido
asomó las profundidades.

Se encorvó
quedando cerca del suelo
la cara pudo
tocarlo
lamerlo
tierra húmeda y seca,
instinto animal.

Le crecieron
garras en las manos
                        surcos en la piel tersa
colmillos en los dientes
                        clavados en el cuello largo y fino
hocico en la nariz
                        olía      sudor de cuerpo excitado

Finalmente brotó de su garganta
aullido
bajo la luna blanca y pura
testigo de la transformación

                        hombre           lobo                 animal




sábado, 5 de julio de 2014

UN ICEBERG


                                                                                     Gracias doy a tus aguas porque en ellas
                                                                                                                 mis brazos todavía
                                                                                                                 hacen ruido de alas.
El nadador, Héctor Viel Temperley
Pedazo de hielo.
Inmenso
ante la mirada de un turista
Pequeño
ante tanta inmensidad.

Desprendido de su cuerpo
flota
busca un destino
la esencia

El mar lo arrastra
El sol lo derrite
Se funde
de a poco.
Se deshace
despacio.
Se transforma
volviéndose ligero

Agua rígida, dura
se ablanda.
Sus partes aun firmes
se  achican
se vuelven agua.
Y la soledad
encuentra
miles de gotas

                        lo abrazan

sábado, 10 de mayo de 2014

LA TORTUGA

No me miren desde arriba, altaneros.
Yo estoy al ras de la tierra,
soy parte de ella.
Su vibración habla.
Comparte su agua pura.
Las plantas cobijan, y sus perfumes alegran.
Me mimetizo con las rocas y evito al enemigo.
Ustedes desde las alturas,
miren cuánto se pierden.

No se rían porque me escondo.
Yo tengo un lugar propio donde cobijarme.
No le temo a la soledad, es mi aliada.
Cuando quiero,
salgo, observo, comparto.
Si me cansan, largos y engreídos,
me aparto.
Refugiada en mi interior,
junto a los pensamientos, a las letras, con el silencio,
dentro de mi hogar, rozando la tierra a la que pertenezco.
Hasta que me llega la inspiración que ustedes, ensordecidos por la ciudad y sus ruidos,
pasan por alto.

No se burlen porque voy lento.
Yo también llegaré a la meta,
pero primero habitaré el camino.
Soy y seré parte todo el tiempo.
Elegiré el mejor cruce,
beberé las vertientes de sus ríos,
contemplaré el cielo enrojecido por el amanecer.
La luna me dará su brillo,
el sol calentará mis entrañas,
las montañas compartirán su grandeza.
Ustedes que andan apurados llegarán primero,
pero se perderán de vivir la magia del trayecto.

No crean que por ser dócil y pequeña podrán tenerme de mascota.
Me escaparé las veces que quiera,
me esconderé en los rincones más inhóspitos,
me encerraré en mi casita ambulante.
Y perduraré.
Con la libertad de mis decisiones,
con la calma de lo cotidiano,
con la energía vibrante y sabia
que sólo tenemos los que pertenecemos a la tierra.

viernes, 2 de mayo de 2014

YO EN EL FONDO DE MI SER

En el fondo de mi ser
hay recuerdos sueltos,
y otros encerrados en una caja fuerte.

Hay pasado hecho polvo impregnado en las paredes,
y también lo hay como fotos enmarcadas.
Las acomodo en un estante para que queden decorosas.
Está el que se proyecta, recreando cada instante vivido.

Las emociones vuelan por mi espacio y sus recovecos, ninfas atrevidas.
Pujan por salir.
A veces se cansan y se duermen sobre el pasto fresco,
el agua de una cascada las arrulla.
Está la que se aviva y sale sola para apoderarse de la superficie.

Un trono de oro y piedras preciosas se encuentra en el centro,
para que pueda permanecer el tiempo que quiera.
Y descansar
mientras los pensamientos, pájaros de alas coloridas,
buscan a esas ninfas impertinentes,

Por momentos, nubes densas y grises crecen
en mi techo,
y lloran la tristeza
de los instantes.
Rayos y truenos también aparecen,
esos días en que el mundo se empecina en contradecirme.
Esos días,
viajo el fondo de mi ser
para apaciguarme en silencio,
en una noche sin estrellas.

Pero el agua caída le hace bien a mi tierra.
Las semillas germinan,
me lleno de árboles frondosos
y flores rozagantes,
mientras el sol calienta,
a veces tibio
a veces intenso.
Y en la superficie,
mi rostro agradecido, sonríe.

miércoles, 2 de abril de 2014

LA NADA


Feriado en el medio. Semana partida por la mitad.
El miércoles es pesado, difícil. Día duro para luego festejar que cruzamos el límite de la lejanía y nos acercamos al descanso. Debería ser un día como cualquier otro, pero tiene un nombre: día de miércoles.
En cambio hoy, no.

Hoy es un día esperanzador, una copia del fin de semana, un descanso a la mitad de trescientos escalones. Día de pantuflas y pijama, dormir sin despertador, quizás un asadito o simplemente, la nada.

La nada.

Me da miedo por sí sola.
Abismal y grande.
Vacío, no saber qué hay en realidad.
Un pozo sin ver el fondo.
El espacio sin objetos, ni siquiera aire.

Pero la nada, cada tanto, me gusta.
Día de nada, vacío de proyectos, de tareas, de responsabilidades.
Llenar la nada con lo que yo quiera, en el momento que se me dé la gana.
Nada que hacer, nada que pensar, obligada, empujada.
Nada que decir, nada que preguntar ni responder, comprometida, sometida.
Lleno la nada con mis letras, un mate calentito, quedarme sentada.
Lleno la nada con pensamientos libres, alegres o tristes como vengan en ese instante.
Lleno la nada con palabras que tengo ganas de decir.
Lleno la nada con miradas, caricias, silencios.
Lo primero que se me ocurre, hago.

Improviso, y la nada se deja sorprender en este miércoles de feriado.


lunes, 24 de marzo de 2014

LA PARED BLANCA

Rocío tenía un secreto que jamás se lo había contado a nadie, ni a su mamá, ni a su hermano, ni a su mejor amiga. Era tan especial que no quiso compartirlo. Un día en el que había llegado cansada de la clase de gimnasia, entró en su cuarto y se sentó en la silla frente a la pared blanca. Al rato de mirarla fijo mientras esperaba que su cuerpo dejase a un lado la fatiga, descubrió asombrada que se abría un portal que la llevaba a otra dimensión, a un lugar fantástico que comenzó a frecuentar diariamente.
En aquel mundo medieval, había una princesa que usaba un hermoso vestido largo, amplio, con muchos pliegues en su falda. Tenía una corona con una punta en el medio donde se incrustaba una piedra preciosa. Rocío y ella conversaban todo el tiempo. Le hacía compañía, ya que la pobre estaba confinada en la torre del palacio, que se erguía majestuoso en la cima de una montaña rocosa. Su padre la había encerrado. Rosalinda, así se llamaba, se había enamorado de un hombre jorobado y de aspecto temeroso, como un oso enorme, pero con la virtud de poseer un gran corazón y extrema bondad. Su padre el Rey, quería que se casara con un príncipe hijo del reinado vecino, y por ello la había encerrado. Hasta que llegara el día de la boda. Rosalinda le había contado que su larga cabellera había sido de un hermoso color dorado, pero que, debido a la pena que sentía por no estar junto a su amor, se había oscurecido, y ahora tenía unos mustios y largos cabellos color ceniza.
También estaba el jorobado. Rocío se asustó la primera vez que se había encontrado con Homero. Gritó fuerte y se tapó la cara, mientras su cuerpo temblaba esperando muerta de miedo el feroz ataque. Pero nada pasó. Después de permanecer un largo rato oculta entre sus manos, se animó a mirar. Encontró unos ojos tiernos y afligidos que la observaban. Esa calidez sólo podía provenir de una persona de buen corazón. Terminaron siendo amigos. Todos los días, Homero intentaba rescatar a su amada Rosalinda, pero unos dragones malignos de alas gigantes y cuellos largos, se lo impedían. Lanzaban bolas enormes de fuego que no lo dejaban acercarse. Vanamente intentó matarlos. Cada tanto, lograba derribar a uno clavándole la espada, pero eran muchos y se multiplicaban.
Unos días atrás, Rocío había descubierto un nuevo personaje. Aun estaba muy lejos del palacio, casi en el inicio del camino, cabalgando junto a su séquito. Era el pretendiente de la princesa que venía del reinado vecino para la boda. Estaba preocupada. Sabía que su llegada sería el fin de la historia de amor entre Homero y Rosalinda.
Rocío se pasaba un buen rato en aquella dimensión, hasta que la mamá la llamaba para ir a tomar la leche. Entonces se despedía y volvía al mundo real, renovada y feliz.  Sin embargo, en el último mes nada la ponía contenta, ni siquiera sus viajes a través de la pared blanca. Se había enterado de que iban a mudarse. El fin de su aventura. Aunque intentaba distraerse en el mundo  medieval, no podía dejar de pensar que en breve se acabarían sus travesías y ya no vería más a sus amigos.
No se lo quiso contar a la princesa, hasta que llegase el momento de partir. Para qué iba a angustiarla con anticipación, ya bastante tenía encerrada sin poder juntarse con Homero. Cuando llegó el último día, le dijo a su mamá que estaba cansada y faltó a la clase de gimnasia. Así podría permanecer varias horas en la otra dimensión para despedirse. No le era fácil. Durante mucho tiempo había compartido aquel mundo, y le costaba resignarse a perderlo. ¿Qué iba a hacer todas las tardes antes de merendar? Mientras conversaba con Rosalinda, compartiendo los últimos momentos juntas, su madre entró en el cuarto.
–Hija, te estaba llamando. ¿Otra vez sentada frente a la pared?  –Rocío no le contestaba–. ¿Te conté que en la nueva casa tenés una hermosa ventana con vista al jardín? Vas a poder ver flores de todos los colores, hermosos pájaros, y muchos árboles… no estas horribles manchas de humedad en las paredes. Nuestra nueva casa va a tener olor a recién pintada, no como este olor que no se puede respirar. Y vas a ver que se te van a mejorar las alergias. Te va a gustar. Apurate, te espero abajo que se enfría la leche.
Rocío no dijo ni una palabra. ¿Para qué? Si igual iban a mudarse. De qué servía que le dijese que no le importaba la ventana, ni el jardín, el olor feo, ni sentirse enferma. Para qué le iba a contar que a ella le gustaba su pared con manchas de humedad, ese otro mundo que la hacía vivir una fantástica aventura, con amigos que nunca más iba a poder ver.
Había llegado el momento de despedirse. Se levantó, buscó su caja de marcadores, y se acercó al portal. Pintó con amarillo los largos cabellos dorados de la princesa. En la mano de Homero, dibujó la llave plateada que abría la torre, y un hermoso caballo de pelaje negro, para que pudiera llevarse a Rosalinda lejos de su malvado padre. A los dragones los encerró en jaulas de bronce, y pintó una enorme ola que los dejaría sin fuego. En el camino por donde venía el pretendiente, dibujó un arroyo profundo y un puente de madera roto. Con eso les costaría llegar. Por último, agarró el marcador negro y repasó el contorno de Homero, lo hizo sin la joroba y con un torso semejante al de un hombre común. Qué apuesto se lo veía. Se sintió un hada con la varita mágica. Ahora sí, ya podría rescatar a su amada y vivir su amor en libertad, felices para siempre.
Su madre le gritó desde la cocina para que se apurase, la leche estaba casi fría. Rocío se alejó de la pared. No le hizo caso a su mamá, y no guardó los marcadores en el canasto de mudanza. Los metió en su mochila para tenerlos a mano. ¿Quién podría saber? Quizás en algún rincón de aquella casa grande, encontraría una pared blanca con un nuevo portal. Antes de que se escuchase otro grito, Rocío bajó corriendo las escaleras.



domingo, 16 de marzo de 2014

UNA BATALLA NO ES LA GUERRA

En este último tiempo se hace muy difícil transitar por Buenos Aires. La lluvia, acompañada por el viento, se han vuelto traicioneros. No se sabe cuándo ni en qué momento van a aparecer. Atacan, destruyen, no te dejan caminar.
Dicen que todo se debe al cambio climático producto de la contaminación provocada por el hombre. Si lo pensamos así, es lógico que la Madre Tierra le haya pedido ayuda a los dioses del viento para que puedan neutralizarnos. Y les está yendo muy bien. Los Anemoi, esas criaturas aladas, gigantes, con sus bocas disparando aire incansablemente, aparecen de la nada, arrasan con lo que encuentran, rompen, desprenden, tiran. No son improvisados. Eolo los comanda, planifica las estrategias y coordina los combates. Nunca hay que subestimar la inteligencia de un Dios. Neutralizaron las comunicaciones, y el servicio meteorológico ya no puede detectar cuándo atacarán. Cambian entre ellos, mandan primero a la lluvia, y cuando todos estamos pendientes de ella, bajan desde el cielo como bestias temibles con sus alas desplegadas.
Pero yo estaba tranquila, relajada, no me preocupaba en absoluto su presencia. Mi vida seguía con total normalidad.
Yo tenía mi paraguas.
Único, indestructible, el arma perfecta para neutralizarlos. Nada me importaba, la lluvia tibia o intensa con viento suave o del que no te deja avanzar. Cuando salía a la calle, la gente que me rodeaba, luchaba enloquecida con sus paraguas debiluchos, y corrían de regreso a sus casas o a ocultarse bajo un techo reparador, a esperar que los dioses decidiesen dar por finalizado el ataque. A mí nadie me ordenaba cuándo salir y cuándo no.
Yo tenía mi paraguas.
A simple vista, insignificante. Chiquito, envuelto en una funda, entraba cómodamente en la cartera. Esto fue lo primero que me entusiasmó cuando lo compré. Podía llevarlo a todos lados y así no depender del desorientado hombre del clima. Floreado y colorido, hacía que pareciese un vistoso e ingenuo accesorio, característica fundamental para tomar desprevenido al enemigo. Pero lo más importante de todo, lo que lo hacía un arma única, eran sus varillas. Doblemente reforzadas, material exclusivo, flexible, irrompible. Con este paraguas, las bestias aladas no podían derribarme.
Y así fue. Durante dos maravillosos años mi paraguas y yo transitamos las calles de Buenos Aires, desafiando cuanta lluvia y viento quisieran atacarnos. Aparecían por la derecha, por la izquierda, desde arriba, me agarraban cruzando las vías, en medio de una avenida ancha, se embolsaban. Cuando los veía venir, extendía mi brazo, apretaba el botón, y mi paraguas me defendía como el escudo de un gladiador romano.
A veces era tan fuerte el ataque –llegaban varios Anemoi juntos para intentar derribarnos–, que lograban que mi escudo se doblara hacia arriba. Pero nunca se rompía. Sus varillas flexibles eran inmunes a la potencia del soplido que disparaban de sus bocas, como la ráfaga de una metralleta. No me preocupaba. Era fácil de resolver. Usando la propia fuerza de mi enemigo, ponía mi paraguas en la dirección en que venía el soplo del Dios, y el mismo aliento lo volvía a su lugar. Yo reía, los miraba desafiante y continuaba mi camino. Cuando se daban cuenta de que era inútil intentar derribarnos, nos dejaban tranquilos para atacar al resto de los indefensos transeúntes.
Cientos de batallas ganadas, una tras otra. Pero los Dioses no se iban a quedar tranquilos así no más. No señor, son muy orgullosos y no aceptan que una simple mortal les gane con un paraguas chiquito y floreado.
Ese día lo recuerdo bien. Era de noche. Una lluvia copiosa y desmedida casi inundó Buenos Aires. Llegué a tomar el colectivo justo a tiempo. Trataba de mirar por la ventana, pero sólo aparecía un telón de agua que impedía ver el escenario. Y estaba el viento. Sí, a ese no lo veía pero lo escuchaba. El sonido de guerra anunciando su ataque, ese silbido intenso y agudo que infundía temor. ¡Acá estamos!, soplaban, mientras llegaban volando desde todos lados. Yo estaba tranquila. Sabía que sería una pelea dura, pero no podrían contra nosotros. Mi paraguas, el único reforzado e indestructible, me iba a defender.
No imaginé que ellos habían preparado especialmente esta tormenta para atacarme y derribarme. Gran error de mi parte. Los subestimé.
El colectivo me dejó en la avenida del Libertador. Calle ancha. Un terreno más favorable para el enemigo. Lo tenían cuidadosamente calculado. La lluvia llegaba por todos lados menos a mi cabeza. Mi paraguas la cubría, al igual que a mi cartera, a la que odiaba que se me mojara. Esperé a que el semáforo se pusiera en verde. No había nadie, poca luz, sólo la lluvia, el viento, y yo con mi paraguas. En cuanto hice unos pasos cruzando la avenida, ellos llegaron. Me atacaron de diferentes ángulos, con una fuerza descomunal. Se me acercaron tanto, que hasta pude ver a uno con su boca inflada soplando hacia mi cuerpo, mientras de su espalda ancha y fornida, las alas se agitaban enloquecidas.
Mi paraguas resistía, y yo tenía la seguridad que aunque soplasen todos juntos, las varillas nunca se iban a romper. Pero ellos también lo sabían. Sosteniendo con fuerza el mango, seguí cruzando. De pronto, una ráfaga se metió debajo de la copa de mi paraguas y me golpeó el brazo con intensidad. Apreté con fuerza la mano y seguí caminando con dificultad.
¿Qué había pasado? Cuando comprendí su estrategia ya era tarde. Mi paraguas volaba, con sus varillas reforzadas intactas, dejando que el viento lo llevase como rehén por la avenida. No entendía lo que había sucedido. Hasta que miré mi mano. Apretada, casi dolorida, sostenía la mitad del mango.
Indignada, furiosa, los insulté mientras la lluvia me empapaba y ellos me tiraban al piso. Mi paraguas con sus varillas intactas se perdió entre las calles contiguas. Tuve que correr para guarecerme.
Una batalla no es la guerra. Yo les gané muchas más. Y esta no sería la última.
Extraño a mi paraguas. Atravesamos juntos tantas aventuras que ya lo sentía un miembro más de mi cuerpo. Pero en estas cuestiones no vale ser sentimental. Vale la venganza.
Hice un viaje muy largo, recorrí calles llenas de puestos que parecían todos iguales. Horas caminando para cumplir con mi objetivo. Finalmente encontré el negocio. Me compré un paraguas nuevo. Este es violeta con rebordes rojos, lo que lo hace parecer un accesorio glamoroso. Pero esta vez, como ellos ya conocían mi punto débil, les pedí que el mango estuviese doblemente reforzado. No me importó lo que tuve que pagar, ni el tiempo que esperé para que me lo dieran.
Mientras permanecí en el cuarto de un hotelucho, aguardando a que me entregasen mi nuevo compañero de lucha, en lo único que pensaba era en la venganza.
Y aquí estoy. Con mi nuevo paraguas guardado en la cartera, esperando ansiosa a que llegue la tormenta. Una nueva batalla nos espera.