domingo, 16 de marzo de 2014

UNA BATALLA NO ES LA GUERRA

En este último tiempo se hace muy difícil transitar por Buenos Aires. La lluvia, acompañada por el viento, se han vuelto traicioneros. No se sabe cuándo ni en qué momento van a aparecer. Atacan, destruyen, no te dejan caminar.
Dicen que todo se debe al cambio climático producto de la contaminación provocada por el hombre. Si lo pensamos así, es lógico que la Madre Tierra le haya pedido ayuda a los dioses del viento para que puedan neutralizarnos. Y les está yendo muy bien. Los Anemoi, esas criaturas aladas, gigantes, con sus bocas disparando aire incansablemente, aparecen de la nada, arrasan con lo que encuentran, rompen, desprenden, tiran. No son improvisados. Eolo los comanda, planifica las estrategias y coordina los combates. Nunca hay que subestimar la inteligencia de un Dios. Neutralizaron las comunicaciones, y el servicio meteorológico ya no puede detectar cuándo atacarán. Cambian entre ellos, mandan primero a la lluvia, y cuando todos estamos pendientes de ella, bajan desde el cielo como bestias temibles con sus alas desplegadas.
Pero yo estaba tranquila, relajada, no me preocupaba en absoluto su presencia. Mi vida seguía con total normalidad.
Yo tenía mi paraguas.
Único, indestructible, el arma perfecta para neutralizarlos. Nada me importaba, la lluvia tibia o intensa con viento suave o del que no te deja avanzar. Cuando salía a la calle, la gente que me rodeaba, luchaba enloquecida con sus paraguas debiluchos, y corrían de regreso a sus casas o a ocultarse bajo un techo reparador, a esperar que los dioses decidiesen dar por finalizado el ataque. A mí nadie me ordenaba cuándo salir y cuándo no.
Yo tenía mi paraguas.
A simple vista, insignificante. Chiquito, envuelto en una funda, entraba cómodamente en la cartera. Esto fue lo primero que me entusiasmó cuando lo compré. Podía llevarlo a todos lados y así no depender del desorientado hombre del clima. Floreado y colorido, hacía que pareciese un vistoso e ingenuo accesorio, característica fundamental para tomar desprevenido al enemigo. Pero lo más importante de todo, lo que lo hacía un arma única, eran sus varillas. Doblemente reforzadas, material exclusivo, flexible, irrompible. Con este paraguas, las bestias aladas no podían derribarme.
Y así fue. Durante dos maravillosos años mi paraguas y yo transitamos las calles de Buenos Aires, desafiando cuanta lluvia y viento quisieran atacarnos. Aparecían por la derecha, por la izquierda, desde arriba, me agarraban cruzando las vías, en medio de una avenida ancha, se embolsaban. Cuando los veía venir, extendía mi brazo, apretaba el botón, y mi paraguas me defendía como el escudo de un gladiador romano.
A veces era tan fuerte el ataque –llegaban varios Anemoi juntos para intentar derribarnos–, que lograban que mi escudo se doblara hacia arriba. Pero nunca se rompía. Sus varillas flexibles eran inmunes a la potencia del soplido que disparaban de sus bocas, como la ráfaga de una metralleta. No me preocupaba. Era fácil de resolver. Usando la propia fuerza de mi enemigo, ponía mi paraguas en la dirección en que venía el soplo del Dios, y el mismo aliento lo volvía a su lugar. Yo reía, los miraba desafiante y continuaba mi camino. Cuando se daban cuenta de que era inútil intentar derribarnos, nos dejaban tranquilos para atacar al resto de los indefensos transeúntes.
Cientos de batallas ganadas, una tras otra. Pero los Dioses no se iban a quedar tranquilos así no más. No señor, son muy orgullosos y no aceptan que una simple mortal les gane con un paraguas chiquito y floreado.
Ese día lo recuerdo bien. Era de noche. Una lluvia copiosa y desmedida casi inundó Buenos Aires. Llegué a tomar el colectivo justo a tiempo. Trataba de mirar por la ventana, pero sólo aparecía un telón de agua que impedía ver el escenario. Y estaba el viento. Sí, a ese no lo veía pero lo escuchaba. El sonido de guerra anunciando su ataque, ese silbido intenso y agudo que infundía temor. ¡Acá estamos!, soplaban, mientras llegaban volando desde todos lados. Yo estaba tranquila. Sabía que sería una pelea dura, pero no podrían contra nosotros. Mi paraguas, el único reforzado e indestructible, me iba a defender.
No imaginé que ellos habían preparado especialmente esta tormenta para atacarme y derribarme. Gran error de mi parte. Los subestimé.
El colectivo me dejó en la avenida del Libertador. Calle ancha. Un terreno más favorable para el enemigo. Lo tenían cuidadosamente calculado. La lluvia llegaba por todos lados menos a mi cabeza. Mi paraguas la cubría, al igual que a mi cartera, a la que odiaba que se me mojara. Esperé a que el semáforo se pusiera en verde. No había nadie, poca luz, sólo la lluvia, el viento, y yo con mi paraguas. En cuanto hice unos pasos cruzando la avenida, ellos llegaron. Me atacaron de diferentes ángulos, con una fuerza descomunal. Se me acercaron tanto, que hasta pude ver a uno con su boca inflada soplando hacia mi cuerpo, mientras de su espalda ancha y fornida, las alas se agitaban enloquecidas.
Mi paraguas resistía, y yo tenía la seguridad que aunque soplasen todos juntos, las varillas nunca se iban a romper. Pero ellos también lo sabían. Sosteniendo con fuerza el mango, seguí cruzando. De pronto, una ráfaga se metió debajo de la copa de mi paraguas y me golpeó el brazo con intensidad. Apreté con fuerza la mano y seguí caminando con dificultad.
¿Qué había pasado? Cuando comprendí su estrategia ya era tarde. Mi paraguas volaba, con sus varillas reforzadas intactas, dejando que el viento lo llevase como rehén por la avenida. No entendía lo que había sucedido. Hasta que miré mi mano. Apretada, casi dolorida, sostenía la mitad del mango.
Indignada, furiosa, los insulté mientras la lluvia me empapaba y ellos me tiraban al piso. Mi paraguas con sus varillas intactas se perdió entre las calles contiguas. Tuve que correr para guarecerme.
Una batalla no es la guerra. Yo les gané muchas más. Y esta no sería la última.
Extraño a mi paraguas. Atravesamos juntos tantas aventuras que ya lo sentía un miembro más de mi cuerpo. Pero en estas cuestiones no vale ser sentimental. Vale la venganza.
Hice un viaje muy largo, recorrí calles llenas de puestos que parecían todos iguales. Horas caminando para cumplir con mi objetivo. Finalmente encontré el negocio. Me compré un paraguas nuevo. Este es violeta con rebordes rojos, lo que lo hace parecer un accesorio glamoroso. Pero esta vez, como ellos ya conocían mi punto débil, les pedí que el mango estuviese doblemente reforzado. No me importó lo que tuve que pagar, ni el tiempo que esperé para que me lo dieran.
Mientras permanecí en el cuarto de un hotelucho, aguardando a que me entregasen mi nuevo compañero de lucha, en lo único que pensaba era en la venganza.
Y aquí estoy. Con mi nuevo paraguas guardado en la cartera, esperando ansiosa a que llegue la tormenta. Una nueva batalla nos espera.  





2 comentarios:

  1. Que divertido!!! me sentì identificada en esta batalla. Algo tan cotidiano y tan bellamente expresado. Gracias :-)

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  2. Lo leí como tres veces!!!!!ME ENCANTO!!!!!

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