lunes, 24 de marzo de 2014

LA PARED BLANCA

Rocío tenía un secreto que jamás se lo había contado a nadie, ni a su mamá, ni a su hermano, ni a su mejor amiga. Era tan especial que no quiso compartirlo. Un día en el que había llegado cansada de la clase de gimnasia, entró en su cuarto y se sentó en la silla frente a la pared blanca. Al rato de mirarla fijo mientras esperaba que su cuerpo dejase a un lado la fatiga, descubrió asombrada que se abría un portal que la llevaba a otra dimensión, a un lugar fantástico que comenzó a frecuentar diariamente.
En aquel mundo medieval, había una princesa que usaba un hermoso vestido largo, amplio, con muchos pliegues en su falda. Tenía una corona con una punta en el medio donde se incrustaba una piedra preciosa. Rocío y ella conversaban todo el tiempo. Le hacía compañía, ya que la pobre estaba confinada en la torre del palacio, que se erguía majestuoso en la cima de una montaña rocosa. Su padre la había encerrado. Rosalinda, así se llamaba, se había enamorado de un hombre jorobado y de aspecto temeroso, como un oso enorme, pero con la virtud de poseer un gran corazón y extrema bondad. Su padre el Rey, quería que se casara con un príncipe hijo del reinado vecino, y por ello la había encerrado. Hasta que llegara el día de la boda. Rosalinda le había contado que su larga cabellera había sido de un hermoso color dorado, pero que, debido a la pena que sentía por no estar junto a su amor, se había oscurecido, y ahora tenía unos mustios y largos cabellos color ceniza.
También estaba el jorobado. Rocío se asustó la primera vez que se había encontrado con Homero. Gritó fuerte y se tapó la cara, mientras su cuerpo temblaba esperando muerta de miedo el feroz ataque. Pero nada pasó. Después de permanecer un largo rato oculta entre sus manos, se animó a mirar. Encontró unos ojos tiernos y afligidos que la observaban. Esa calidez sólo podía provenir de una persona de buen corazón. Terminaron siendo amigos. Todos los días, Homero intentaba rescatar a su amada Rosalinda, pero unos dragones malignos de alas gigantes y cuellos largos, se lo impedían. Lanzaban bolas enormes de fuego que no lo dejaban acercarse. Vanamente intentó matarlos. Cada tanto, lograba derribar a uno clavándole la espada, pero eran muchos y se multiplicaban.
Unos días atrás, Rocío había descubierto un nuevo personaje. Aun estaba muy lejos del palacio, casi en el inicio del camino, cabalgando junto a su séquito. Era el pretendiente de la princesa que venía del reinado vecino para la boda. Estaba preocupada. Sabía que su llegada sería el fin de la historia de amor entre Homero y Rosalinda.
Rocío se pasaba un buen rato en aquella dimensión, hasta que la mamá la llamaba para ir a tomar la leche. Entonces se despedía y volvía al mundo real, renovada y feliz.  Sin embargo, en el último mes nada la ponía contenta, ni siquiera sus viajes a través de la pared blanca. Se había enterado de que iban a mudarse. El fin de su aventura. Aunque intentaba distraerse en el mundo  medieval, no podía dejar de pensar que en breve se acabarían sus travesías y ya no vería más a sus amigos.
No se lo quiso contar a la princesa, hasta que llegase el momento de partir. Para qué iba a angustiarla con anticipación, ya bastante tenía encerrada sin poder juntarse con Homero. Cuando llegó el último día, le dijo a su mamá que estaba cansada y faltó a la clase de gimnasia. Así podría permanecer varias horas en la otra dimensión para despedirse. No le era fácil. Durante mucho tiempo había compartido aquel mundo, y le costaba resignarse a perderlo. ¿Qué iba a hacer todas las tardes antes de merendar? Mientras conversaba con Rosalinda, compartiendo los últimos momentos juntas, su madre entró en el cuarto.
–Hija, te estaba llamando. ¿Otra vez sentada frente a la pared?  –Rocío no le contestaba–. ¿Te conté que en la nueva casa tenés una hermosa ventana con vista al jardín? Vas a poder ver flores de todos los colores, hermosos pájaros, y muchos árboles… no estas horribles manchas de humedad en las paredes. Nuestra nueva casa va a tener olor a recién pintada, no como este olor que no se puede respirar. Y vas a ver que se te van a mejorar las alergias. Te va a gustar. Apurate, te espero abajo que se enfría la leche.
Rocío no dijo ni una palabra. ¿Para qué? Si igual iban a mudarse. De qué servía que le dijese que no le importaba la ventana, ni el jardín, el olor feo, ni sentirse enferma. Para qué le iba a contar que a ella le gustaba su pared con manchas de humedad, ese otro mundo que la hacía vivir una fantástica aventura, con amigos que nunca más iba a poder ver.
Había llegado el momento de despedirse. Se levantó, buscó su caja de marcadores, y se acercó al portal. Pintó con amarillo los largos cabellos dorados de la princesa. En la mano de Homero, dibujó la llave plateada que abría la torre, y un hermoso caballo de pelaje negro, para que pudiera llevarse a Rosalinda lejos de su malvado padre. A los dragones los encerró en jaulas de bronce, y pintó una enorme ola que los dejaría sin fuego. En el camino por donde venía el pretendiente, dibujó un arroyo profundo y un puente de madera roto. Con eso les costaría llegar. Por último, agarró el marcador negro y repasó el contorno de Homero, lo hizo sin la joroba y con un torso semejante al de un hombre común. Qué apuesto se lo veía. Se sintió un hada con la varita mágica. Ahora sí, ya podría rescatar a su amada y vivir su amor en libertad, felices para siempre.
Su madre le gritó desde la cocina para que se apurase, la leche estaba casi fría. Rocío se alejó de la pared. No le hizo caso a su mamá, y no guardó los marcadores en el canasto de mudanza. Los metió en su mochila para tenerlos a mano. ¿Quién podría saber? Quizás en algún rincón de aquella casa grande, encontraría una pared blanca con un nuevo portal. Antes de que se escuchase otro grito, Rocío bajó corriendo las escaleras.



domingo, 16 de marzo de 2014

UNA BATALLA NO ES LA GUERRA

En este último tiempo se hace muy difícil transitar por Buenos Aires. La lluvia, acompañada por el viento, se han vuelto traicioneros. No se sabe cuándo ni en qué momento van a aparecer. Atacan, destruyen, no te dejan caminar.
Dicen que todo se debe al cambio climático producto de la contaminación provocada por el hombre. Si lo pensamos así, es lógico que la Madre Tierra le haya pedido ayuda a los dioses del viento para que puedan neutralizarnos. Y les está yendo muy bien. Los Anemoi, esas criaturas aladas, gigantes, con sus bocas disparando aire incansablemente, aparecen de la nada, arrasan con lo que encuentran, rompen, desprenden, tiran. No son improvisados. Eolo los comanda, planifica las estrategias y coordina los combates. Nunca hay que subestimar la inteligencia de un Dios. Neutralizaron las comunicaciones, y el servicio meteorológico ya no puede detectar cuándo atacarán. Cambian entre ellos, mandan primero a la lluvia, y cuando todos estamos pendientes de ella, bajan desde el cielo como bestias temibles con sus alas desplegadas.
Pero yo estaba tranquila, relajada, no me preocupaba en absoluto su presencia. Mi vida seguía con total normalidad.
Yo tenía mi paraguas.
Único, indestructible, el arma perfecta para neutralizarlos. Nada me importaba, la lluvia tibia o intensa con viento suave o del que no te deja avanzar. Cuando salía a la calle, la gente que me rodeaba, luchaba enloquecida con sus paraguas debiluchos, y corrían de regreso a sus casas o a ocultarse bajo un techo reparador, a esperar que los dioses decidiesen dar por finalizado el ataque. A mí nadie me ordenaba cuándo salir y cuándo no.
Yo tenía mi paraguas.
A simple vista, insignificante. Chiquito, envuelto en una funda, entraba cómodamente en la cartera. Esto fue lo primero que me entusiasmó cuando lo compré. Podía llevarlo a todos lados y así no depender del desorientado hombre del clima. Floreado y colorido, hacía que pareciese un vistoso e ingenuo accesorio, característica fundamental para tomar desprevenido al enemigo. Pero lo más importante de todo, lo que lo hacía un arma única, eran sus varillas. Doblemente reforzadas, material exclusivo, flexible, irrompible. Con este paraguas, las bestias aladas no podían derribarme.
Y así fue. Durante dos maravillosos años mi paraguas y yo transitamos las calles de Buenos Aires, desafiando cuanta lluvia y viento quisieran atacarnos. Aparecían por la derecha, por la izquierda, desde arriba, me agarraban cruzando las vías, en medio de una avenida ancha, se embolsaban. Cuando los veía venir, extendía mi brazo, apretaba el botón, y mi paraguas me defendía como el escudo de un gladiador romano.
A veces era tan fuerte el ataque –llegaban varios Anemoi juntos para intentar derribarnos–, que lograban que mi escudo se doblara hacia arriba. Pero nunca se rompía. Sus varillas flexibles eran inmunes a la potencia del soplido que disparaban de sus bocas, como la ráfaga de una metralleta. No me preocupaba. Era fácil de resolver. Usando la propia fuerza de mi enemigo, ponía mi paraguas en la dirección en que venía el soplo del Dios, y el mismo aliento lo volvía a su lugar. Yo reía, los miraba desafiante y continuaba mi camino. Cuando se daban cuenta de que era inútil intentar derribarnos, nos dejaban tranquilos para atacar al resto de los indefensos transeúntes.
Cientos de batallas ganadas, una tras otra. Pero los Dioses no se iban a quedar tranquilos así no más. No señor, son muy orgullosos y no aceptan que una simple mortal les gane con un paraguas chiquito y floreado.
Ese día lo recuerdo bien. Era de noche. Una lluvia copiosa y desmedida casi inundó Buenos Aires. Llegué a tomar el colectivo justo a tiempo. Trataba de mirar por la ventana, pero sólo aparecía un telón de agua que impedía ver el escenario. Y estaba el viento. Sí, a ese no lo veía pero lo escuchaba. El sonido de guerra anunciando su ataque, ese silbido intenso y agudo que infundía temor. ¡Acá estamos!, soplaban, mientras llegaban volando desde todos lados. Yo estaba tranquila. Sabía que sería una pelea dura, pero no podrían contra nosotros. Mi paraguas, el único reforzado e indestructible, me iba a defender.
No imaginé que ellos habían preparado especialmente esta tormenta para atacarme y derribarme. Gran error de mi parte. Los subestimé.
El colectivo me dejó en la avenida del Libertador. Calle ancha. Un terreno más favorable para el enemigo. Lo tenían cuidadosamente calculado. La lluvia llegaba por todos lados menos a mi cabeza. Mi paraguas la cubría, al igual que a mi cartera, a la que odiaba que se me mojara. Esperé a que el semáforo se pusiera en verde. No había nadie, poca luz, sólo la lluvia, el viento, y yo con mi paraguas. En cuanto hice unos pasos cruzando la avenida, ellos llegaron. Me atacaron de diferentes ángulos, con una fuerza descomunal. Se me acercaron tanto, que hasta pude ver a uno con su boca inflada soplando hacia mi cuerpo, mientras de su espalda ancha y fornida, las alas se agitaban enloquecidas.
Mi paraguas resistía, y yo tenía la seguridad que aunque soplasen todos juntos, las varillas nunca se iban a romper. Pero ellos también lo sabían. Sosteniendo con fuerza el mango, seguí cruzando. De pronto, una ráfaga se metió debajo de la copa de mi paraguas y me golpeó el brazo con intensidad. Apreté con fuerza la mano y seguí caminando con dificultad.
¿Qué había pasado? Cuando comprendí su estrategia ya era tarde. Mi paraguas volaba, con sus varillas reforzadas intactas, dejando que el viento lo llevase como rehén por la avenida. No entendía lo que había sucedido. Hasta que miré mi mano. Apretada, casi dolorida, sostenía la mitad del mango.
Indignada, furiosa, los insulté mientras la lluvia me empapaba y ellos me tiraban al piso. Mi paraguas con sus varillas intactas se perdió entre las calles contiguas. Tuve que correr para guarecerme.
Una batalla no es la guerra. Yo les gané muchas más. Y esta no sería la última.
Extraño a mi paraguas. Atravesamos juntos tantas aventuras que ya lo sentía un miembro más de mi cuerpo. Pero en estas cuestiones no vale ser sentimental. Vale la venganza.
Hice un viaje muy largo, recorrí calles llenas de puestos que parecían todos iguales. Horas caminando para cumplir con mi objetivo. Finalmente encontré el negocio. Me compré un paraguas nuevo. Este es violeta con rebordes rojos, lo que lo hace parecer un accesorio glamoroso. Pero esta vez, como ellos ya conocían mi punto débil, les pedí que el mango estuviese doblemente reforzado. No me importó lo que tuve que pagar, ni el tiempo que esperé para que me lo dieran.
Mientras permanecí en el cuarto de un hotelucho, aguardando a que me entregasen mi nuevo compañero de lucha, en lo único que pensaba era en la venganza.
Y aquí estoy. Con mi nuevo paraguas guardado en la cartera, esperando ansiosa a que llegue la tormenta. Una nueva batalla nos espera.  





lunes, 3 de marzo de 2014

CAMALEON

Camino por la calle pensando,
pensando-pensando.
                        arriba
Miré alrededor
                        abajo

Me perdí
en la inmensidad.
El lugar                                   me atrapó

Calle de barrio, alegre y simple.
Árboles algo pelados, se inclinan para tocarse con el de enfrente.
La luz clara los atraviesa y me acaricia los ojos.
Suspirada.
Autos en fila india pasean, viajan a algún destino.
Hombres con sus perros que mueven la cola, y hacen pis (los perros).
Detenida.
El cielo celeste, vivo, brillante.
Apasionada.
Desde el mp4, una música alegre llena de notas coloridas.
Animada.
El piso mojado por el llanto del cielo a la noche.
Se está secando.
Equilibrada.
Canteros con flores vistosas e insectos que revolotean.
Esperanzada.
Sigo el camino.

Formo Parte
soy verde, tierra, celeste, asfalto, multicolor
fundida
incrustada

EmbeVida.