…Y yo camino por la
cuerda floja hasta el límite de mi sueño. Las vísceras, torturadas por la
voluptuosidad, me guían, furia de los impulsos. Antes de organizarme tengo que
desorganizarme del todo. Para experimentar el primer y pasajero estado primario
de libertad. De la libertad de errar, caer y levantarme.
Agua
Viva, Clarice Lispector
I
Pocas veces puedo viajar sin el reloj persiguiéndome
como un animal hambriento, con el tiempo dormido, sin destinos que ansían mi
llegada, sin problemas que me tensionan el cuerpo y usurpan la mente.
La estación está casi vacía. Si no me
equivoco, ésta debe ser la primera o segunda vez que puedo sentarme en el
banco. Aunque tengo lugar de sobra, apoyo el bolso sobre mis piernas. Busco el
mp3 y lo enciendo. Ahora a esperar el tren.
Debe estar un poco atrasado. Estoy casi
en una punta, por lo que veo toda la estación: el pasillo largo, el techo gris,
las hileras de luces blancas, los rayos de luz que se filtran entre las ramas
frondosas de los árboles de la plaza contigua. El sol veraniego típico de las
diez, ilumina con destellos el andén, que como un camino bordea la vía. Un
señor parado con traje, corbata y maletín. Un adolescente apoyado contra el
muro que divide este lugar del bullicio de la avenida. Desde el fondo se acerca
una joven, me resulta graciosa moviéndose al ritmo de alguna canción que sólo
ella sabe cuál es. Dentro de mis oídos
empieza a sonar la música que yo elegí.
Este paisaje que parece pintorescamente
armado, me transporta. ¿Dónde estoy? ¿en una película? Siento que huyo del
cuerpo, desdoblada. Me veo con la espalda erguida y las piernas juntitas
sentada en el banco alargado y gris, sosteniendo con las dos manos el bolso
blanco, esperando el tren que viajará quién sabe a dónde ni por qué; la luz
esfumada, el silencio de pájaros cantores, la música de fondo. Una Penélope
quizás. ¿Dónde estoy? ¿en la escena final? Sigo contemplando y me dejo llevar.
Recuerdo esa vida feliz que tuve, cuando
todo era perfecto, como el universo: infinito, mágico, inmenso. O por lo menos
así lo creía. Tenía alguien que me amaba, sueños a punto de estrenar, un futuro
hermoso que pronto llegaría. Duró poco. Aquella vez dije que no habría
lágrimas, me repetí como una lección, que no habría angustia. Pensar que estuve
también en esta estación, sentada, sosteniendo el bolso blanco. Aquella vez no
pude disfrutarla. La tristeza, silenciosa, maliciosa, recitaba lo que había sido
y lo que ya no sería.
Pasa la vida y el tiempo no se queda quieto, llevo el
silencio y el frío con la soledad. La música metida en mis
oídos me acompaña.
Nadie me despidió porque a nadie ya le
importaba que me fuera. Quería salir de ese lugar al que nunca volvería, para
luego subir al micro y regresar. Allí sí me esperaban, así me había dicho mi
madre al teléfono llorando emocionada. Pero
yo estaba triste como esta canción: Se
fueron los aplausos y algunos recuerdos, el eco de la gloria duerme en un placard. Tenía
la mirada ausente, escondida, la soberbia perdida en la valija, el orgullo
pisoteado por la vida. No quería llorar y me di cuenta de que no quería volver,
asumir la derrota, no deseaba perder mis sueños. Sabía que era la única puerta
que tenía abierta para vivir sin pasar hambre, sin sobresaltos, sin tener
miedo, aburrida, sin adrenalina, sin sueños. Volver a empezar, volver a intentar.
Finalmente no tomé
ese tren.
Siempre fui testaruda.
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