La mano que irrumpió desde la tierra le
sujeta el tobillo. Grita, se le eriza la piel, hilos rojos recorren su pierna.
Los dedos son finos y largos con uñas negras puntiagudas, venas gruesas de azul
intenso sobresalen de la piel arrugada.
Trata desesperada de zafar pero la mano
es muy fuerte. Las garras se le clavan, la rasguñan. Le duele, la sangre fluye
como un torrente. La tira, la arrastra, ella se aferra al suelo, la mete hacia
adentro, surcos y pedazos de uñas quedan en el camino hacia el agujero negro. Ella
aúlla, busca al grupo, no hay nadie, sólo tumbas. El cuerpo no cesa de hundirse
en la tierra movediza, le pega en la cara, escupe, se ahoga sin dejar de gritar.
Ya casi no lucha. Todo es oscuro, vacío.
Voces lejanas la llaman por su nombre. Alrededor de la lápida la tierra está en
calma, esperando la pisada de su próxima presa.