Rocío tenía un
secreto que jamás se lo había contado a nadie, ni a su mamá, ni a su hermano,
ni a su mejor amiga. Era tan especial que no quiso compartirlo. Un día en el
que había llegado cansada de la clase de gimnasia, entró en su cuarto y se sentó
en la silla frente a la pared blanca. Al rato de mirarla fijo mientras esperaba
que su cuerpo dejase a un lado la fatiga, descubrió asombrada que se abría un
portal que la llevaba a otra dimensión, a un lugar fantástico que comenzó a
frecuentar diariamente.
En aquel mundo
medieval, había una princesa que usaba un hermoso vestido largo, amplio, con
muchos pliegues en su falda. Tenía una corona con una punta en el medio donde
se incrustaba una piedra preciosa. Rocío y ella conversaban todo el tiempo. Le
hacía compañía, ya que la pobre estaba confinada en la torre del palacio, que
se erguía majestuoso en la cima de una montaña rocosa. Su padre la había encerrado.
Rosalinda, así se llamaba, se había enamorado de un hombre jorobado y de
aspecto temeroso, como un oso enorme, pero con la virtud de poseer un gran
corazón y extrema bondad. Su padre el Rey, quería que se casara con un príncipe
hijo del reinado vecino, y por ello la había encerrado. Hasta que llegara el
día de la boda. Rosalinda le había contado que su larga cabellera había sido de
un hermoso color dorado, pero que, debido a la pena que sentía por no estar
junto a su amor, se había oscurecido, y ahora tenía unos mustios y largos
cabellos color ceniza.
También estaba
el jorobado. Rocío se asustó la primera vez que se había encontrado con Homero.
Gritó fuerte y se tapó la cara, mientras su cuerpo temblaba esperando muerta de
miedo el feroz ataque. Pero nada pasó. Después de permanecer un largo rato
oculta entre sus manos, se animó a mirar. Encontró unos ojos tiernos y
afligidos que la observaban. Esa calidez sólo podía provenir de una persona de
buen corazón. Terminaron siendo amigos. Todos los días, Homero intentaba
rescatar a su amada Rosalinda, pero unos dragones malignos de alas gigantes y
cuellos largos, se lo impedían. Lanzaban bolas enormes de fuego que no lo
dejaban acercarse. Vanamente intentó matarlos. Cada tanto, lograba derribar a
uno clavándole la espada, pero eran muchos y se multiplicaban.
Unos días atrás,
Rocío había descubierto un nuevo personaje. Aun estaba muy lejos del palacio,
casi en el inicio del camino, cabalgando junto a su séquito. Era el
pretendiente de la princesa que venía del reinado vecino para la boda. Estaba
preocupada. Sabía que su llegada sería el fin de la historia de amor entre
Homero y Rosalinda.
Rocío se pasaba
un buen rato en aquella dimensión, hasta que la mamá la llamaba para ir a tomar
la leche. Entonces se despedía y volvía al mundo real, renovada y feliz. Sin embargo, en el último mes nada la ponía
contenta, ni siquiera sus viajes a través de la pared blanca. Se
había enterado de que iban a mudarse. El fin de su aventura. Aunque intentaba
distraerse en el mundo medieval, no
podía dejar de pensar que en breve se acabarían sus travesías y ya no vería más
a sus amigos.
No se lo quiso
contar a la princesa, hasta que llegase el momento de partir. Para qué iba a
angustiarla con anticipación, ya bastante tenía encerrada sin poder juntarse
con Homero. Cuando llegó el último día, le dijo a su mamá que estaba cansada y
faltó a la clase de gimnasia. Así podría permanecer varias horas en la otra
dimensión para despedirse. No le era fácil. Durante mucho tiempo había
compartido aquel mundo, y le costaba resignarse a perderlo. ¿Qué iba a hacer
todas las tardes antes de merendar? Mientras conversaba con Rosalinda, compartiendo
los últimos momentos juntas, su madre entró en el cuarto.
–Hija, te estaba
llamando. ¿Otra vez sentada frente a la pared?
–Rocío no le contestaba–. ¿Te conté que en la nueva casa tenés una
hermosa ventana con vista al jardín? Vas a poder ver flores de todos los
colores, hermosos pájaros, y muchos árboles… no estas horribles manchas de
humedad en las paredes. Nuestra nueva casa va a tener olor a recién pintada, no
como este olor que no se puede respirar. Y vas a ver que se te van a mejorar
las alergias. Te va a gustar. Apurate, te espero abajo que se enfría la leche.
Rocío no dijo ni
una palabra. ¿Para qué? Si igual iban a mudarse. De qué servía que le dijese
que no le importaba la ventana, ni el jardín, el olor feo, ni sentirse enferma.
Para qué le iba a contar que a ella le gustaba su pared con manchas de humedad,
ese otro mundo que la hacía vivir una fantástica aventura, con amigos que nunca
más iba a poder ver.
Había llegado el
momento de despedirse. Se levantó, buscó su caja de marcadores, y se acercó al
portal. Pintó con amarillo los largos cabellos dorados de la princesa. En la
mano de Homero, dibujó la llave plateada que abría la torre, y un hermoso
caballo de pelaje negro, para que pudiera llevarse a Rosalinda lejos de su
malvado padre. A los dragones los encerró en jaulas de bronce, y pintó una enorme
ola que los dejaría sin fuego. En el camino por donde venía el pretendiente,
dibujó un arroyo profundo y un puente de madera roto. Con eso les costaría
llegar. Por último, agarró el marcador negro y repasó el contorno de Homero, lo
hizo sin la joroba y con un torso semejante al de un hombre común. Qué apuesto
se lo veía. Se sintió un hada con la varita mágica. Ahora sí, ya podría
rescatar a su amada y vivir su amor en libertad, felices para siempre.
Su madre le
gritó desde la cocina para que se apurase, la leche estaba casi fría. Rocío se
alejó de la pared. No le hizo caso a su mamá, y no guardó los marcadores en el
canasto de mudanza. Los metió en su mochila para tenerlos a mano. ¿Quién podría
saber? Quizás en algún rincón de aquella casa grande, encontraría una pared
blanca con un nuevo portal. Antes de que se escuchase otro grito, Rocío bajó
corriendo las escaleras.