Las letras están haraganas y rebeldes. No tienen ganas de
moverse, unirse, cambiarse de lugar, posarse. Ansían la libertad de andar por
donde se les dé la gana, sin que yo las atrape.
Me desafían, juegan, se divierten.
Vienen de la mano, volando sobre palabras sueltas,
libélulas que agitan sus alas. Las leo. Trato de agarrarlas. Se esfuman. Pompas
coloridas de jabón que explotan en el aire. Aparecen en grupo, revolotean sobre
mi cabeza, huyen.
La lapicera se puso nerviosa. Mi mano la tiene preparada
hace rato y ya se acalambró de tanto esperar. El papel está pálido.
Me enojé. Me apoderó la impaciencia. Niñas caprichosas que
no hacen caso, se trepan por los muebles, patinan descalzas sobre el piso
encerado, juegan a la mancha, se esconden en los rincones. Las llamo, les
grito. Ellas siguen burlándose, descaradas y sonrientes. Hadas pícaras y
aburridas agitando sus varitas. Hacen volar polvos mágicos que se convierten en
monstruos azules y naranjas que hacen muecas, perros sin cola y con bigotes,
gatos con pico de pato, pelotas cuadradas, nubes que lloran rayos de luz. Vuelan
de un lado al otro con sus túnicas de colores y sus caras risueñas, llenando el
espacio de formas que no puedo atrapar ni reproducir en el papel.
Bajo los brazos, apoyo la lapicera sobre el cuaderno
desnudo. Es inútil ponerme de malhumor. Después de todo, tienen derecho a un
día libre. Un recreo, volar entre flores coloridas, navegar con el timón sin
manos que lo sujeten, jugar sin reglas, hacer travesuras, relajarse.
Más tarde van a volver renovadas. Decididas a pintarse en
el papel. Yo las voy a esperar, con mi cuaderno impregnado de miel pegajosa, y la
lapicera transformada en una red para atrapar insectos. No sea cosa que me
vuelvan a engañar. Me subiré sobre la silla, me agacharé un poco, sin respirar.
Rígida, esperaré a que pasen. Extenderé mi brazo, inclinaré el cuerpo, la silla
seguro va a trastabillar pero soy buena haciendo equilibrio. Alguna se me va a escapar,
entonces saltaré al piso y la correré. Van a estar cansadas y volarán despacio.
Las iré juntando en mi lapicera camuflada, las retaré un poco –no sea cosa que
les guste esto de las travesuras y ya no me quieran obedecer–, y lograré
finalmente que se peguen en el papel.
Mientras tanto, en este tiempo en que las doncellas bailan
libres bajo la lluvia, sin preocupaciones ni obligaciones, nada en qué pensar.
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