El silencio me hace compañía.
Me gusta tenerlo a mi lado, generalmente lo encuentro por
la mañana temprano cuando la ciudad aun no terminó de despertarse.
Compartimos largos minutos. No nos hablamos porque de eso
se trata. Nos sentimos y nos acompañamos. Pueden ser minutos, a veces horas. No
nos aburrimos. Hay una conexión que nos atrapa y se disfruta.
De fondo, la heladera me recuerda que no todo está callado
y quieto. Ella sigue trabajando. Forma parte de mi silencio.
También siento la presencia de mi marido a través de la
respiración fuerte, hace que sienta que su cuerpo me habla. Su vida que me
arrulla con su canto tierno.
Escuché un pájaro. Melodía breve y simple. Los pájaros me
transportan. Con su trinar me llevan de paseo a otros lugares.
Estoy en un paisaje fresco: aire puro, una arboleda tupida
e intensa, el viento suave que hace
bailar a los árboles un tema lento, pasto aun cubierto con el rocío del
amanecer. Un arroyo a lo lejos que hoy no puedo escuchar (los sábados no viene
la señora que limpia, que interpreta con su manguera el agua de mi arroyito), mariposas,
grillos y muchos pájaros. El sol se está calentando y hace que el aire brille.
Flores coloridas esparcidas como ramilletes. Bichos que van y vienen,
camuflados por sus colores de tierra y verde, escondidos entre el paso muy alto
para ellos: caracoles, babosas, hormigas, gusanitos, arañas, ciempiés, orugas.
Invisibles para los ojos que miran hacia adelante y nunca se detienen en el
suelo. Estoy sentada debajo de un árbol de cuerpo ancho y ramas largas, mi
espalda descansa sobre ese respaldo de madera y mi cuerpo se refresca con la
sombra de aquel techo natural. Miro hacia arriba y veo una ardilla que entra en
un hueco de mi árbol. No estoy sola, el silencio vino conmigo. Juntos
compartimos este lugar tan bello sin necesidad de contarnos nada.
Interrupción.
Una bocina me saca del paisaje, y me trae de vuelta a la
ciudad, a mi departamento, a mi living.
Me quedo un rato más en mi sillón. El silencio está sentado
en el de al lado. No pienso, estoy atenta a los sonidos de un ambiente sin
voces ni movimientos.
El reloj marca un compás monótono, rítmico. Se suma a la
heladera, con su sonido constante, que nunca para. El reloj la acompaña como si
fuera un baterista que tocara el tambor con un palillo. Cada tanto, desde la
calle un auto irrumpe y el tren toca su bocina, otras, un colectivo frena. La
música del silencio. Llegaron los pájaros. Son el coro que aparece en el
estribillo.
Disfruto esta pacífica mañana, a media luz, casi ciega,
sorda, muda. Perfecta. Un despertar sin sobresaltos. Su silencio, quietud. Me
calma.
Me transformo en un velero navegando por el medio del mar,
sin vientos fuertes ni tormentas, desplegada viajando hacia el horizonte, la
línea que siempre se corre, a la que nunca llego. Los tiburones se desplazan,
mudos, tranquilos, me doy cuenta de que están porque cortan el agua con su
temerosa aleta. Las ballenas se mueven en grupo, se acercan, alguna salta
desafiando al aire, lo corta, lo traspasa, y vuelve a sumergirse en el mar,
movimientos perfectos, no molestan, apenas los escucho.
No salió el sol, el cielo recién se está pintando de
púrpura allá por el horizonte.
Aun veo la luna pura y brillante, expectante a la llegada
de la luz para correr a ocultarse. Sigo navegando. Soy velero. Recorro el
camino acuoso. El puerto está en alguna parte esperando que llegue y amarre.
Debería.
No tengo apuro. El viaje es lo que vale, la meta es
simplemente llegar a un destino para volver a partir. Debería amarrar un rato.
Bajar a tierra firme. Hacer algo productivo.
Debería.
Interrupción.
Ruidos sobre mi cabeza, Una nota que hace desaparecer la
música del silencio, esfuma los viajes que había dibujado en el aire. La vecina
de arriba debe estar limpiando.
Pienso en que yo también debería hacerlo.
Limpiar.
Debería.
Hoy me quedo con esa palabra bien guardada en mi cabecita.
Quizás mañana la saque a pasear.
Debería.