Acechan.
Salen de los rincones, de huecos, escondites. Se ocultan. Los siento. Giro y no
los veo. La luz se apaga, oscuridad solitaria y fría. Me paralizo. Una puerta
vieja rechina. Se abre pero no veo. Tiemblo, mis músculos tiritan. Vacío en el
estómago, sudor frío. Mis ojos no ven a nadie, pero están, lo sé. Debo salir de
ahí.
Un
asesino oculto en el callejón. Siento su respiración, veo su silueta dibujada
en el suelo, un farol me la muestra. Inmóvil a la espera de mi llegada. El
silencio es cómplice del peligro, la penumbra su aliado. Mi corazón latiendo,
se para. Respiración ruidosa, no respiro. Estoy yendo directo a su trampa, lo
sé. El lugar me habla, el misterio me lo advierte. Me erizo, gotas frías me
invaden. Vuelvo tras mis pasos, largos y agitados. Debo salir de ahí.
Corro,
dejo la habitación oscura, huyo de la calle sin salida. El instinto domina mis
sentidos, una ola gigante que arrasa la arena tibia, incontrolable, dominante.
Busco
un parque, gente sonriendo, sol caliente. Voces que me aturdan, cuerpos que me
rodeen, compañía que me aleje de lo desconocido.
Vuelvo
a latir y a respirar. Me aflojo, me equilibro, tranquila bajo el ritmo y camino
a la luz viva y cálida, entre personas sonrientes a las que puedo ver.
Ellos
quedaron ocultos. Su tiempo es la espera. No duermen. Aguardan el momento en el
que llegará la distracción y entonces me encontraré a oscuras, solitaria,
indefensa.
De
sólo pensarlo dejo de latir.