Miro el living apenas iluminado por el reflejo de la luz que
viene de la cocina.
Una foto.
Imagen congelada de un lugar sin movimientos.
La mesa redonda y las sillas alrededor.
Flashes que atraviesan mis ojos, el dinamismo que le damos
durante el día. Lugar concurrido, espectador de movimientos. Ahí están,
flotando en el aire, esperando que los tome y los reviva: almuerzos, cenas,
meriendas, charlas, discusiones, alegrías, noticias, reuniones familiares, de
amigos, momentos de escritura, de diálogos, mirar una película, llorar, reír.
Madera tallada circular con una sola pata
gruesa acompañada por maderas con cuatro patas y un respaldo. Fijas, inmóviles.
Por sí solas no dicen nada.
Una mesa y cuatro sillas.
Mi mesa y mis sillas.
Visten el piso colorado, gastado de tanto uso.
Un paisaje civilizado, muerto, aunque se me hace mágico con
el reflejo tenue de una luz lejana. Sin vida, pero nostálgico, silencioso,
cálido.
Detrás, la pared blanca con un cuadro en tonos pastel,
celeste y amarillo. Dos mujeres que se miran, damas antiguas con sombreros,
coquetas, graciosas. Sobre el techo cae la lámpara negra que ahora está
apagada. Pero ellas están encendidas por el resplandor, surco de luz que
atraviesa la foto inerte de mi living como un camino vivo.